jueves, 28 de mayo de 2015

“TERCIOS DE FLANDES”, LA FIEL INFANTERIA

“TERCIOS DE FLANDES”, LA FIEL INFANTERIA

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[Clipeus se honra con la reproducción del siguiente escrito, cuyo autor es el periodista Antonio Parra Galindo.]



La actualidad “apud nos” está que trina pero a mí los dimes y diretes de doña Jopé la niña de las bragas de oro la “presidenta” la hija del ganadero que de mayor quería convertirse en Tacher hispana y todos estos enjuagues de Carmona, de Carmina y de Carmena (esta señora al menos me parece una jueza inteligente) yo estoy al pairo aunque dolido y expectante llorando sobre los muros de la patria mía. Hay que largarse con la música a otra parte.
Si preguntáramos a cualquier colegial de esos que van en el autobús enfrascados en sus digitos del móvil y dando al aparatito quién era don Juan de Austria o qué pasaba con los Tercios viejos, ni sabría por donde se anda.
Y no es de ellos la culpa sino los desastrosos planes de educación que inició la Aguirre cuando era ministra de Instrucción Pública y decretó que el inglés fuera la asignatura más importante del temario.
Las nuevas generaciones gracias a esta señora que es algo burra y se las da de castiza aquí nada es lo que parece una rubia de bote y ya sabes el chocho morenote (perdonen mi lenguaje cuartelero) desconocen su propia historia. Están salvajes, apaciguadas las tribus ninis desde arriba por el gran gregarismo en el Cuadragésimo Año Triunfal de la democracia. Cuarenta tacos ya.
El sionismo de Bilderberg nos marcó los deberes, y a muchos escritores que amamos a España, se nos indicó la puerta; ahora viajamos en un vagón de tercera al exilio interior, camino de nuestro propio Auschwitz.
Paso de política y me alisto en las filas de una sección de la infantería española. La lectura es el mejor placer cruzando las barreras del espacio y del tiempo. ¡Bendito sea dios que puedo hacer lo que más me agrada!
El banderín de enganche estaba en Móstoles. Escuchad el ruido de los tambores y la música de los pífanos. Pasa el alarde  marcan los soldados el paso. Marchan  cantando:
—España mi natura, Italia mi ventura y Flandes mi sepultura.
Hay algunos sorches en la cantina. Es la hora de arriar bandera. Pronto tocarán silencio.
Viene un barrachel hacia mí. Es un tipo alto con unas espaldas de casi seis palmos anchas como el lábaro de las legiones romanas y unos bigotes engomados apuntando hacia arriba y me toma la filiación sin demasiados requilorios. No me pone ningún impedimento a pesar de mi sangre manchada de converso.
Cumplimentados los trámites de alistamiento, me entrega una chapa en la cual viene escrito mi nombre, encuadre, compañía, fecha de nacimiento. Si pasa algo el alférez sabrá quién fue baja en un ataque.
Quiero servir al rey. Valor se te supone y el sargento con voz de mando y los ojos chiquitines y maliciosos hay en su habla un cierto deje italiano porque en la compañía militan nçmuchas etnias (milaneses, calabreses, sicilianos, alemanes, zuavos, portugueses, croatas, algún griego y bastantes franceses.)
Doy tres vivas al emperador. Saco pecho. Me cuadro. Olímpica sensación.
Sus águilas triunfales me acogen. En la taberna los veteranos de un jarro que van pasando beben vino de Toledo. Es embocado, sabe algo dulzón, pero pasa bien.
Observo que aquellos infantes, desde hoy, fecha en que me alisto a la bandera, mis compañeros de fatigas, curtidos en cien batallas, muestran chirlas, jabeques y marcas de cicatrices profundas por todo el jeme, su entonación es circunspecta y dolorida cual habla de alumbrados.
Son rostros tan españoles que parecen haber aterrizado, en este banderín de levas en la villa de Mistoles, desde el cuadro de “Los Borrachos” de Velázquez. O del de “Las Lanzas”.
Parecen valientes, duros, berroqueños…picos palas y azadones. Las cuentas del Gran Capitán.
Hablan de mujeres y de desafíos. Todos votan a bríos y lanzan por esa boquita mostachuda que se han de comer los gusanos mil reniegos, porfías y porvidas. No parecen teatinos. No. Ni enagüillas. Ni chicas de la tele o muchachos de la Banda. Ni tertulieros fementidos. No
Ya soy soldado.
Uno de los cabos me entrega el equipo: una pica, un peto, un espaldar, la escarcela o fazete, brazales, manoplas, calzas, celadas blancas limpias relucientes y el indefectible morrión de acero con su visera que relucía bajo el sol en un brillo que intranquilizaba al enemigo.
Muchos hugonotes se dieron a la fuga al divisar a lo lejos aquel fatídico resplandor que anunciaba la llegada de los pabellones castellanos. Esto hay que mojarlo, me dicen mis colegas y todos bebemos a la salud del Rey nuestro Señor. Ya soy soldadito de España.
—La pica –me dice el sargento un leonés que se llama Lorenzana– téngala a cobro vuesa merced. De ella depende la vida en cualquier asechanza, fiere sin ser ferido, siempre al enemigo  alcanza.
En aquellos tiempos una pica española era tan contundente como hoy puede serlo un “Mercaba” israelí. Era la reina de las armas.
En su punta de lanza residía la fuerza y el poder mortífero del escuadrón.
Por eso se dice aquello de clavar una pica en Flandes. Medía más de palmos y pesaba un poco menos de un kilo, astil de madera o asidero y una vaina protectora que le servía de funda para que nunca se embotara. Después de cada combate había que amolarla.
Tras el toque de varas el sargento Lorenzana me larga una arenga:
—Ya, recluta, eres de los nuestros. Derramarás hasta la última gota de la sangre por la vida del emperador.
A partir de aquel día empezó mi tiempo de instrucción y al cabo de tres meses nos embarcamos en Santoña en un galeón alto de castillos, atestado de soldados que cantaban viejos romances tendidos en cubierta en los coys del camarote.
En la bodega acarreábamos la impedimenta: avantrenes y carruajes piezas de artillera, carromatos, perolas y cocinas, manteletes, picos palas azadones para los zapadores, ruedas, cuerdas, escalas, forjas, mulas de madera y caballos de Frisia para los sitios cenagosos, almocafres, alcotanas, puntas y tornillos; los acemileros navegaban cerca de la santabárbara junto a los mozos de espuela y la pólvora mucha pólvora para alimentar los arcabuces y mosquetes.
Esto que cito era sólo una parte mínima del bagaje. Infinidad de cosas llevó en su gloriosa panza el “Nuestra Señora del Rosario” que nos trasladaba a tierra de infieles. Al triunfo o a la muerte.
A las tres semanas desembarcamos en un puerto de poco bajío de los Paises Bajos. El nombre de la ciudad no recuerdo bien cómo se llamaba
En los tercios no había artillería pesada. Sólo artillería ligera que porteábamos nosotros mismos en los asaltos y montábamos rápidamente. El arcabuz, del que decía nuestro emperador Carlos V que era un invento tan mortífero, que hubiese sido mejor que nadie lo hubiese descubierto, nos salvaba la vida en los asaltos pero no valía tanto como la pica en el cuerpo a cuerpo.
El arcabuz es un cañón pequeño de mínimo afuste transportado por dos infantes que dispara bolas de plomo muy manejable con su varilla de carga, armón, rapador, pólvora que porteaban los mochileros a las espaldas.
Había que evitar, y para ello se introducía agua en vejigas de cerdo, que el fulminante se mojase. Nos fue muy útil  el arcabuz en Berbería. Los moros al oír la detonación se asustaban y el impacto de sus balas de acero de dos onzas (22 gramos) era capaz de romper una muralla.
El arcabucero que tiene que ser solerte y hábil artillero, habrá de cuidar mucho que no se caliente el ánima del cañón porque puede entonces fundirse la culata, con riesgo de explosiones y “misfiring” y hay que refrigerarlo en agua de nieve.
La pólvora la preparábamos nosotros, cuando sonaban las cajas de guerra y convocaban los pífanos  al arma, con proporciones de salitre, azufre, carbón y mecha. Los cañones eran de bronce como las campanas pero los herreros de Euscalerría o del Milanesado los fundían en hierro. La munición se la comprábamos a los judíos de Medina que eran los aposentadores nuestros, estadizos en el regimiento. Cuando nos movíamos, ellos se trasladaban siguiendo a la guarnición. Por aquellas landas con nuestra impedimenta.
En los carromatos de los enseres siempre viajaban mercaderes hebreos y detrás del convoy iban las soldaderas que eran un remedio a las necesidades fisiológicas de la tropa.
Y estas meretrices nos hacían no poco bien porque evitaban que en el asalto a las plazas y en la pecorea subsiguiente fueran las flamencas forzadas por nuestros hombres.
La violación era un delito castigado con la pena de muerte por el gran Duque de Alba.
Pero ya les iré contando más cosas de mi vida de campaña en los tercios viejos si Dios es clemente y misericordioso y sobrevivo a tantos azares.
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