sábado, 6 de enero de 2018

Lo teológico en el Quijote

Lo teológico en el Quijote

Del silencio de Cervantes a la antesala del ateísmo


Quijote - Cervantes Project, TAMU
La actitud antieclesiástica que se observa en numerosos pasajes del Quijote ha de considerarse en el marco teológico de la dialéctica religiosa. Y ello ha de ser así porque, en primer lugar, la disposición antieclesiástica que se objetiva en las formas literarias del Quijote se dirige casi siempre contra miembros (frailes, eclesiásticos, bachilleres, licenciados, seminaristas, disciplinantes…) de una religión teológica, como es el catolicismo; y porque, en segundo lugar, la actitud antieclesiástica contra el catolicismo no puede concebirse ni explicarse al margen de la relación dialéctica frente al protestantismo, frente al Islam y frente al ateísmo, en cuya encrucijada se sitúan la vida y la obra de Cervantes.
Son teológicas aquellas religiones que, como el Cristianismo, el Judaísmo y el Islam, articulan sus contenidos de acuerdo con una filosofía confesional caracterizada por el racionalismo y el idealismo. Difícilmente puede considerarse el budismo como una religión teológica, dado que su Filosofía es muy discutible, al tratarse propiamente de un discurso terapéutico y animista, en muchos casos, más que de un sistema de pensamiento basado en saberes científicos. Por otro lado, no cabe hablar tampoco de relaciones de isomorfismo entre los conceptos de razón e idea que el Cristianismo (Catolicismo y Protestantismo), el Judaísmo y el Islam confieren a sus respectivos contenidos doctrinales. Dicho de otro modo, el grado de racionalismo presente en las religiones Católica, Protestante, Judía e Islámica es, en cada una de ellas, muy diferente y desigual.
Lo primero que hay que hacer al hablar de actitud antieclesiástica en la obra de Cervantes es definirla. Por antieclesiasticismo entenderé toda disposición, ya no heterodoxa o irreverente, sino contraria y disidente frente a los hechos de una determinada institución eclesiástica, en este caso que nos ocupa, la Iglesia Católica. Ahora bien, ¿en qué consiste ontológicamente la actitud, objetivada en las formas literarias del Quijote, de contrariedad y de disidencia frente a la Iglesia Católica? Consideremos el espacio ontológico en el que tienen lugar tales críticas, y prestemos a tención a quién las hace y porqué las hace, es decir, contextualicemos la symploké, o sistema de relaciones dialécticas, de este tipo de críticas.
Las críticas antieclesiásticas contra la religión católica pueden desarrollarse en tres géneros de materialidad o sectores constitutivos de su espacio ontológico: el ámbito físico (M1), el terreno fenomenológico (M2) y las estructuras lógicas (M3).
En el primer género de materialidad o ámbito físico (M1), la religión católica contemporánea a Cervantes está muy bien pertrechada: cuenta con un Imperio —el español— y sus fuerzas armadas, con una policía política potentísima —la Inquisición—, de dimensiones internacionales muy sofisticadas, y con alianzas posibles y efectivas con diversas potencias europeas, cuyas relaciones con los Estados Vaticanos son recurrentes y beneficiosas para múltiples intereses políticos, económicos y sociales. El propio Cervantes lucha en Lepanto en favor de estas alianzas. En ninguna de las obras del autor del Quijote se observa ni un solo ataque contra el M1 (la estructura física) del Catolicismo. De hecho, el único encuentro físico de don Quijote con la Iglesia tiene lugar en el capítulo 9 de la segunda parte, cuando caballero y escudero, en busca del inexistente palacio de Dulcinea, dan en el Toboso con la iglesia del pueblo, y deciden retirarse bajo el santo y seña de la frase que se ha hecho tan popular precisamente para subrayar el poder efectivo y contundente de la Iglesia Católica: “Con la iglesia hemos dado, Sancho” (II, 9).
En el segundo género de materialidad o ámbito fenomenológico o psicológico (M2), pese a la amplitud y dispersión de experiencias, la Iglesia católica impone su monopolio sobre las diferentes posibilidades de interpretación del mundo metafísico, numinoso y fideísta. La Inquisición custodia con éxito las formas ortodoxas de la creencia católica, ajusticiando de forma ejemplar toda tentativa de impureza, disidencia o heterodoxia. Con todo, será en este ámbito fenomenológico en el que discurrirán la mayor parte de las críticas anti-eclesiásticas objetivadas formalmente en el Quijote. ¿De quién proceden estas críticas? Pues proceden, de forma única y exclusiva, de su personaje protagonista, esto es, de un loco, figurón insensato, anciano además, y relativamente “inofensivo”, que, de la forma acaso más inocente, ha perdido el juicio, por lo cual está tan fuera de sí como de los fueros y exigencias de la razón. No cabe pedirle cuentas. Por ello mismo sus críticas anti-eclesiásticas, nunca directas ni excesivamente explícitas, y en muchos casos ni siquiera conscientes, apenas pueden tenerse en cuenta. La Iglesia ni siquiera debe identificarlas como tales. No hay mejor desprecio que el de no apreciar… lo que sin duda resulta un inconveniente. Por eso interesa tanto, también a la religión católica, que don Quijote esté loco, completamente loco. A un cuerdo no se le permitirían semejantes comportamientos, desafíos y agresiones contra hombres de Iglesia. Nadie quiso nunca darse por aludido en este punto. Nadie excepto uno: el autor del Quijote de Avellaneda, artífice de la mejor y más valiosa interpretación que la Contrarreforma religiosa haya podido hacer del Quijote cervantino.
En el tercer género de materialidad, propio de las estructuras lógicas o conceptuales (M3), la religión católica contemporánea a Cervantes está más preparada y mejor articulada que ninguna otra religión, incluida su variante psicologista, el Protestantismo, que tantas simpatías despertó en mentes tan idealistas como la de un Erasmo de Rotterdam, entre otros subjetivistas libérrimos[1]. La profundidad intelectual de los teólogos tridentinos fue muy superior a la de cualquiera de sus colegas protestantes. Nadie puede negar que la Teología que aprendió Kant, todavía dos siglos después de Trento, estuvo muy determinada por la que leyó en las páginas de las obras escritas por escolásticos españoles como Francisco Suárez y Francisco de Vitoria. La Reforma gozó acríticamente de la simpatía de idealistas, sofistas, intelectuales y humanistas de toda época, pero la Contrarreforma dispuso del poder efectivo y real. Y aún cabe añadir algo más: somos lo que somos, todavía hoy, gracias a Trento. Porque los teólogos tridentinos fueron muchísimo más racionalistas y materialistas que los idealistas y subjetivistas teólogos protestantes, que, como Lutero, tuvieron más de místicos que de teólogos[2]. Políticamente, el protestantismo resultó ser un muy eficiente pretexto para disponer y gestionar la emancipación de una importante zona geográfica cuyo núcleo, desde el Quinientos, cabe situar en el ducado de Sajonia-Wittenberg (Kurfürstentum Sachsen). Nada, absolutamente nada, hay de crítica antieclesiástica en la obra literaria de Miguel de Cervantes contra la materia terciogenérica o estructuras lógicas (M3) de la Iglesia Católica. Incluso todo lo contrario: ante el Islam, Cervantes defenderá el Cristianismo, y en el seno de este, optará por el racionalismo tridentino antes que por el idealismo protestante, sin que toda esta dialéctica sea óbice, en absoluto, para comportarse como ateo ante la ontología católica, a la que en última instancia considerará como una realidad política, económica y social, tras la cual no hay ningún referente metafísico ni numinoso. Pero que no haya dios no significa que la religión sea ilegítima, sino que su legitimidad es de orden político, económico y social, no numinoso ni metafísico. Cervantes nunca escribió como teólogo, ni para afirmar desde la poética literaria la creencia religiosa, al estilo de un Dante o de un Calderón, ni para negarla desde un psicologismo y una retórica igualmente teológicos, como un Nietzsche, quien al igual que Lutero, tuvo más de místico (en su caso, de la nada: mística nihilista) que de filósofo (en su caso, del lenguaje como mera retórica: la Filosofía quedaría reducida a una tropología formalista y estéril, cuando no, a un refranero).
Afirmo, en consecuencia, que ni en el Quijote ni en el resto de la obra literaria de Cervantes pueden hallarse ejemplos de crítica antieclesiástica contra el ámbito físico (M1) y la estructura lógica (M3) de la Iglesia Católica, esto es, contra el Catolicismo como sociedad política o Estado, representado en el Imperio español, ni contra el Catolicismo como filosofía confesional, esto es, como Teología. Sin embargo, en el ámbito fenomenológico (M2), la crítica antieclesiástica será implacable, y tendrá como protagonista fundamental a don Quijote. Pero que no haya críticas no quiere decir que no haya burlas. El personaje, don Quijote, critica; el narrador, por su parte —¿trasunto diamérico de Cervantes?—, se burla. A los ejemplos me atengo, de acuerdo con las Ideas que se objetivan formalmente en los materiales literarios de la obra mayor cervantina. Cervantes sabe que al poder solo se le puede seducir, vencer o burlar. Y él burló mucho más que sedujo y aún mucho más que venció. Cervantes no criticará la Teología católica, pero sí se burlará de ella, porque hacer un rosario de unos calzones más que sucios no es precisamente lo más decoroso, como tampoco lo es hablar de Dios, y de la precisión de su poder, tomando como referencia esa lección de zoología que nos suelta el propio don Quijote, como si fuera una inocencia, en este parlamento suyo:

Dios, que es proveedor de todas las cosas, no nos ha de faltar, y más andando tan en su servicio como andamos, pues no falta a los mosquitos del aire ni a los gusanillos de la tierra ni a los renacuajos del agua, y es tan piadoso, que hace salir su sol sobre los buenos y los malos y llueve sobre los injustos y justos (I, 18).

Lo que termina con una cita perifrástica del Evangelio de Mateo (6, 26-29 y 45) ha comenzado con un catálogo de curiosos bichitos cuya relación con Dios más pone de manifiesto la misantropía del Altísimo que su amor por los seres humanos.
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Cervantes construye una obra, un universo literario, un mundo interpretado por la poética, en el que Dios no interviene: quien sí interviene es la Iglesia. Y Dios no interviene porque para Cervantes Dios no existe, sino como invención psicológica en la mente de los creyentes, esto es, como “hecho de conciencia” (al igual que la Libertad para el pensamiento erasmista y protestante, en palabras de Ricote), y como construcción lógica en la mente de los teólogos, es decir, como “concepto puro”, del que no cabe hablar en ningún púlpito a ningún creyente (no se puede decir a los feligreses que recen el Padrenuestro diciendo algo así como “Motor inmóvil que estás en los Cielos”, o “Acto Puro, danos el pan nuestro de cada día”, etc...; del Dios que habla Tomás de Aquino —absoluto, inmutable, eterno, infinito, incoloro, inodoro, etc.—, no se puede hablar a ningún feligrés).
Con todo, la primera agresión efectiva de don Quijote contra miembros de la Iglesia católica tiene lugar inmediatamente antes de la gresca con el embrutecido vizcaíno. Se trata de un par de curas benedictinos a los que el narrador, como quien no quiere la cosa, presenta de forma harto grotesca, en sendas mulas enormemente desproporcionadas, con gafas de sol de época y sombrillas protectoras:

[…] asomaron por el camino dos frailes de la orden de San Benito, caballeros sobre dos dromedarios, que no eran más pequeñas dos mulas en que venían. Traían sus antojos de camino y sus quitasoles (I, 8).

Don Quijote no pierde el tiempo, y se dispone a embestirlos y apalearlos, de modo que

[…] se puso en la mitad del camino por donde los frailes venían, y, en llegando tan cerca que a él le pareció que le podrían oír lo que dijese, en alta voz dijo:
—Gente endiablada y descomunal, dejad luego al punto las altas princesas que en ese coche lleváis forzadas; si no, aparejaos a recebir presta muerte, por justo castigo de vuestras malas obras.
Detuvieron los frailes las riendas, y quedaron admirados así de la figura de don Quijote como de sus razones, a las cuales respondieron:
—Señor caballero, nosotros no somos endiablados ni descomunales, sino dos religiosos de San Benito que vamos nuestro camino, y no sabemos si en este coche vienen o no ningunas forzadas princesas.
—Para conmigo no hay palabras blandas, que ya yo os conozco, fementida canalla —dijo don Quijote.
Y sin esperar más respuesta picó a Rocinante y, la lanza baja, arremetió contra el primero fraile, con tanta furia y denuedo, que si el fraile no se dejara caer de la mula él le hiciera venir al suelo mal de su grado, y aun malferido, si no cayera muerto (I, 8).

Los frailes benedictinos se caracterizan, amén de ciertas formas ridículas, por su pusilanimidad y flojera, que solo superan por la fuerza de sendos mozos que los acompañan a título de siervos. El episodio, que antecede al más celebrado del vizcaíno, permite a don Quijote calificar a dos miembros de la Iglesia de “gente endiablada y descomunal”, así como de “fementida canalla” y otras delicias parejas. Porque, según don Quijote, “para conmigo no hay palabras blandas, que ya yo os conozco”. ¿Quiere decir esto que precisamente porque los conoce, y esencialmente por eso, les califica en los términos que han oído? La pregunta no es ociosa, porque la mayor parte de palabras ofensivas que usa don Quijote a lo largo de la primera parte, sobre todo, tienen como destinatarios a miembros de la Iglesia.
Sin embargo, uno de los episodios más explícitamente agresivos contra los “hombres de Iglesia” es el referente a la aventura del cuerpo muerto, que una serie de clérigos y seminaristas conducen hasta Segovia. El narrador demora cuidadosamente la revelación del contenido de los hechos y la identidad de los protagonistas del acoso, al presentar la situación en términos psicológicos y fenomenológicos que subrayan el misterio y lo irracional, cuando en verdad nada hay ni de lo uno ni de lo otro: “les sucedió una aventura que, sin artificio alguno, verdaderamente lo parecía” (I, 19). El narrador, quien conoce en su omnisciencia perfectamente cuanto sucede y va a suceder, insiste en lo fenomenológico e impresionista, promoviendo un escenario propicio a lo numinoso y sobrenatural, apto a la circulación de una santa compaña:

Yendo, pues, desta manera, la noche escura, el escudero hambriento y el amo con gana de comer, vieron que por el mesmo camino que iban venían hacia ellos gran multitud de lumbres, que no parecían sino estrellas que se movían. Pasmóse Sancho en viéndolas, y don Quijote no las tuvo todas consigo: tiró el uno del cabestro a su asno, y el otro de las riendas a su rocino, y estuvieron quedos, mirando atentamente lo que podía ser aquello, y vieron que las lumbres se iban acercando a ellos, y mientras más se llegaban, mayores parecían. A cuya vista Sancho comenzó a temblar como un azogado (I, 19).

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A medida que se acerca la compaña, la inquietud, lejos de amainar, arrecia, “porque y de allí a muy poco descubrieron muchos encamisados […], hasta veinte encamisados, todos a caballo, con sus hachas encendidas en las manos, detrás de los cuales venía una litera cubierta de luto, a la cual seguían otros seis de a caballo, enlutados hasta los pies de las mulas” (I, 19). Como sabemos, don Quijote los detiene, increpa y desafía a luchar. Inmediatamente los arremete y embiste, provocando su huida y dispersión, de forma tan escandalosa como estrafalaria. Con todo, uno de ellos, muy lesionado, queda a merced del lanzón de don Quijote, quien le pide cuentas. Hasta ese momento, el lector no sabe todavía quiénes son las personas agredidas, a las que el narrador ya ha comparado con las figuras carnavalescas de una fiesta de locos: “Todos los encamisados era gente medrosa y sin armas [lo cual no es óbice para que uno de ellos denostara a don Quijote muy libremente] que no parecían sino a los de las máscaras que en noche de regocijo y fiesta corren. Los enlutados asimesmo, revueltos y envueltos en sus faldamentos y lobas, no se podían mover, así que muy a su salvo don Quijote los apaleó a todos” (I, 19). Esta —sin ser la única— es la más libérrima paliza que don Quijote propina a un grupo de curas y seminaristas. Y así, don Quijote, a quien más de un posmoderno califica de defensor de los derechos humanos, acercándose a uno de los heridos, que estaba imposibilitado para moverse, “le puso la punta del lanzón en el rostro, diciéndole que se rindiese: si no, que le mataría” (I, 19). El “defensor de los derechos humanos” oye de su víctima esta carta de presentación: “si es caballero cristiano, que no me mate, que cometerá un gran sacrilegio, que soy licenciado y tengo las primeras órdenes” (I, 19). El seminarista, Alonso López, miente, pues como se sabrá más adelante, no es licenciado, sino bachiller. Con todo, herido e inmóvil, expone ante don Quijote y ante el lector la realidad de la situación y el destino post mortem del cadáver que conducen a Segovia. A partir de este momento tienen lugar tres hechos decisivos que sitúan a don Quijote, y también al narrador, en una posición límite respecto a la crítica anticlerical, a la indiferencia ante a la razón teológica y a la heterodoxia frente a los dogmas teológicos de la fe.
En primer lugar, cuando don Quijote se apercibe de que el cuerpo muerto ha fallecido por causas naturales, esto es, “por medio de unas calenturas pestilentes que le dieron” (I, 19), o sea, en términos auriseculares, por voluntad de Dios, lo único que muestra es una indiferencia absoluta e incontestable ante la idea teológica de la muerte: “habiéndole muerto quien le mató, no hay sino callar y encoger los hombros, porque lo mesmo hiciera si a mí mismo me matara” (I, 19). No hay sentido trágico, ni piadoso. No hay sino nihilismo, cuando no insensibilidad sorprendente.
En segundo lugar, la crítica anticlerical se precipita, no solo por parte del narrador, quien detalla cómo Sancho saquea, a título de botín, las alforjas de los frailes, cuya acémila de repuesto está “bien abastecida de cosas de comer”, de modo que amo y criado

almorzaron, comieron, merendaron y cenaron a un mesmo punto, satisfaciendo sus estómagos con más de una fiambrera que los señores clérigos del difunto —que pocas veces se dejan mal pasar— en la acémila de su repuesto traían (I, 19),

sino por parte también de don Quijote, quien, explícitamente, y a la luz ya revelada de la identidad institucional de los apaleados, afirma sin reservas lo siguiente:

El daño estuvo, señor bachiller Alonso López, en venir como veníades, de noche, vestidos con aquellas sobrepellices, con las hachas encendidas, rezando, cubiertos de luto, que propiamente semejábades cosa mala y del otro mundo; y, así, yo no pude dejar de cumplir con mi obligación acometiéndoos, y os acometiera aunque verdaderamente supiera que érades los mesmos satanases del infierno, que por tales os juzgué y tuve siempre (I, 19).

La cursiva, sin añadir más intención irónica que la ya otorgada por Cervantes, es mía. Las palabras finales son de lo más revelador: “los mesmos satanases del infierno, que por tales os juzgué y tuve siempre”. No se olvide el lector de que don Quijote está hablando de clérigos, de curas y seminaristas, esto es, de hombres de Iglesia. Y no son precisamente elogios lo que les endilga. Don Quijote, incluso, pide al bachiller disculpas por lo hecho, pero no se retracta de ningún modo de lo dicho, que acaso es mucho más grave que lo hecho.
Además, y en tercer lugar, don Quijote se enfrenta desafiante y displicente contra una razón teológica genuinamente tridentina, cual era la pena de excomunión por agredir a personas de Iglesia:

—Olvidábaseme de decir que advierta vuestra merced que queda descomulgado por haber puesto las manos violentamente en cosa sagrada, iuxta illud, «Si quis suadente diabolo», etcétera.
—No entiendo ese latín —respondió don Quijote—, mas yo sé bien que no puse las manos, sino este lanzón; cuanto más que yo no pensé que ofendía a sacerdotes ni a cosas de la Iglesia, a quien respeto y adoro como católico y fiel cristiano que soy, sino a fantasmas y a vestiglos del otro mundo (I, 19).

Una vez más, las palabras de don Quijote son más propias de un cínico que de un hombre que se comporta como cristiano católico y fiel, cuyo discurso persiste en calificar a los clérigos de “vestiglos del otro mundo”. Cervantes concluye de este modo uno de los episodios más agresivos entre don Quijote y el personal eclesiástico.
Durante su ocultamiento en Sierra Morena don Quijote reza. Es la única vez que lo hace en toda la novela, tanto en la primera parte como en la segunda. Mas no reza por devoción, sino por imitación de sus héroes favoritos, concretamente a emulación de Amadís de Gaula. Reza porque así lo disponen los libros de caballerías, en los cuales se inspira y guía don Quijote, libros que, obviamente, no son ni religiosos ni teológicos, aunque el ingenioso hidalgo los haya constituido en sus Sagradas Escrituras de cabecera. Este hecho, en sí mismo considerado, el rezo como mímesis de figuras legendarias y ficticias, en un contexto de locura provocada y deliberada por el protagonista, es suficiente de por sí para ironizar burlescamente sobre la cuestión de la oración a un dios teológico y terciario. Sin embargo, la expresión irónica aún se incrementa cuando se confirma que el instrumento del rezo es un rosario hecho a costa de los trozos de tela más inferiores —digámoslo así— de la camisa que lleva puesta don Quijote, seguramente desde que salió de su casa. Todos los comentaristas y editores de la novela han considerado esta hechura como una irreverencia o una burla religiosas, cuando no una infamia.

—Ea, pues, manos a la obra: venid a mi memoria, cosas de Amadís, y enseñadme por dónde tengo de comenzar a imitaros. Mas ya sé que lo más que él hizo fue rezar y encomendarse a Dios; pero ¿qué haré de rosario, que no le tengo?
En esto le vino al pensamiento cómo le haría, y fue que rasgó una gran tira de las faldas de la camisa[3], que andaban colgando, y diole once ñudos, el uno más gordo que los demás, y esto le sirvió de rosario el tiempo que allí estuvo, donde rezó un millón de avemarías (I, 26).

En la segunda edición de la primera parte del Quijote, el texto cambia. La mayor parte de los críticos y anotadores consideran que la alteración se debe al propio Cervantes, quien, donde dijo lo que anteriormente se cita en cursiva, escribió: “«y así lo haré yo». Y sirviéronle de rosario unas agallas grandes de un alcornoque, que ensartó, de que hizo un diez”. Sucede que la agalla es, ante todo, una excrecencia. La que se forma sobre todo en robles y alcornoques resulta de infecciones provocadas por animales portadores de toxinas o sustancias venenosas. No cabe duda de que Cervantes, con el contenido de la nueva versión o redacción hipertextual que hará figurar en la segunda edición del primer Quijote, consigue otorgar mayor resonancia a la ironía religiosa que ya dejó bien clara en el texto de 1605[4]. La imagen crítica frente al rosario se reitera en el relato que don Quijote hace lo que dice haber visto en el interior de la cueva de Montesinos, al presentar a este personaje en los siguientes términos: “no traía arma ninguna, sino un rosario de cuentas en la mano, mayores que medianas nueces, y los dieces asimismo como huevos medianos de avestruz” (II, 23). Es evidente advertir aquí una parodia grotesca de los personajes mitológicos que pueblan el interior de la cueva, y cómo el hiperbólico rosario sirve de objeto parodiado. El rosario volverá a hacer acto de presencia nuevamente en la segunda parte en dos contextos muy significativos, ambos en manos de don Quijote, y ambos descaradamente profanos. En un caso, formará parte del atuendo de un don Quijote “caballero cortesano”, filtreante y afectado ante Altisidora (II, 46)[5], y en otro caso, ¿sabe el lector para qué usará don Quijote un rosario? Para contar los azotes que Sancho da a las cortezas de los árboles con el fin de proceder, de este modo, al desencanto de Dulcinea: “yo estaré desde aparte contando por este mi rosario los azotes que te dieres” (II, 71). El rosario, a don Quijote, le sirve para muchas cosas, excepto para rezar.
Una secuencia relativamente comparable a la de los “encamisados” que conducen hacia Segovia un cuerpo muerto tiene lugar al final de la primera parte, cuando don Quijote ataca a unos disciplinantes encapuchados, que, podríamos decir, se manifiestan para pedir que llueva. El narrador, en esta ocasión, califica a los disciplinantes de “ensabanados”.

Don Quijote, que vio los estraños trajes de los diciplinantes, sin pasarle por la memoria las muchas veces que los había de haber visto, se imaginó que era cosa de aventura y que a él solo tocaba, como a caballero andante, el acometerla, y confirmóle más esta imaginación pensar que una imagen que traían cubierta de luto fuese alguna principal señora que llevaban por fuerza aquellos follones y descomedidos malandrines (I, 52).

Don Quijote identifica aquí a la Virgen con una dama o princesa menesterosa. Al mismo tiempo, Sancho advierte de una peligrosa dialéctica —“¿Qué demonios lleva en el pecho que le incitan a ir contra nuestra fe católica?”—, de la que don Quijote hace caso omiso. Antes bien, arroja un inusitado reproche a los religiosos: “Vosotros, que quizá por no ser buenos os encubrís los rostros”. Los disciplinantes, lejos de ser gente medrosa o pacífica, reaccionan con violencia y hostilidad inmediatas. Hasta el punto que uno de ellos, temiendo haber herido de muerte a don Quijote, sale huyendo, mientras los otros hacen corro defensivo ante la comitiva que acompaña al ingenioso hidalgo: “esperaban el asalto con determinación de defenderse, y aun de ofender si pudiesen, a sus acometedores” (I, 52).
En cuestiones religiosas, la segunda parte del Quijote se estrena con una curiosa conversación entre los personajes protagonistas acerca de los fetiches y reliquias de los santos. Sancho introduce, so capa de simplezas propias de su condición social e intelectual, una serie de observaciones cuya relación de intertextualidad con secuencias de El licenciado Vidriera y del Persiles es innegable.

—Pues esta fama, estas gracias, estas prerrogativas, como llaman a esto —respondió Sancho—, tienen los cuerpos y las reliquias de los santos, que con aprobación y licencia de nuestra santa madre Iglesia tienen lámparas, velas, mortajas, muletas, pinturas, cabelleras, ojos, piernas, con que aumentan la devoción y engrandecen su cristiana fama. Los cuerpos de los santos, o sus reliquias, llevan los reyes sobre sus hombros, besan los pedazos de sus huesos, adornan y enriquecen con ellos sus oratorios y sus más preciados altares (I, 8).

Y el texto se aduce sin apenas incisiones críticas aparentemente, salvo el “donaire” sanchopancino de invitar a don Quijote a sustituir la caballería andante por la santidad —“quiero decir […] que nos demos a ser santos”— para alcanzar así más rápidamente la “buena fama que pretendemos”. En un contexto en apariencia “inocente”, la santidad queda reducida a una idea de “vida famosa” y, en todo caso, “popular”. De cualquier modo, tales proósitos de santidad no suscitan en don Quijote el menor interés.
De cualquier modo, el inventario de fetiches más potente de las doce novelas ejemplares se contiene en El licenciado Vidriera, y como tal se expone en la visita de Rodaja al templo de Nuestra Señora de Loreto,

en cuyo santo templo no vio paredes ni murallas, porque toda estaban cubiertas de muletas, de mortajas, de cadenas, de grillos, de esposas, de cabelleras, de medios bultos de cera, y de pinturas y retablos, que daban manifiesto indicio de las inumerables mercedes, que muchos habían recebido de la mano de Dios, por intercesión de su divina Madre, que aquella sacrosanta imagen suya quiso engrandecer y autorizar con muchedumbre de milagros, en recompensa de la devoción que le tienen aquellos que con semejantes doseles tienen adornados los muros de su casa (Cervantes, 1613/2001: 274)[6].

La crítica ha comparado consecuentemente esta descripción con la que el mismo Cervantes ofrece en el Persiles del santuario de Guadalupe, en el pasaje con el que se inicia el capítulo quinto del libro tercero[7]. Una gran distancia irónica separa la simbología religiosa de la realidad literaria referida en ambos textos[8].
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No tardará en aparecer la célebre frase que se ha hecho popular: “Con la iglesia hemos dado, Sancho” (II, 9), con la que don Quijote señala el tropezón que se dan con la torre de la iglesia de El Toboso. La frase, fuera de contexto, ha pasado a designar la fuerza, acaso disidente, de la institución eclesiástica frente a la voluntad individual, en cuya iniciativa se interpone. ¿Por qué quiso Cervantes hacer tropezar a ambos personajes con la iglesia? Sin duda, no por casualidad. Nada es casual en el Quijote. Basta tal referencia en este contexto, bajo la metáfora metonímica de su edificación, para singularizar discretamente el poder efectivo del instituto eclesiástico, que les invita a irse del pueblo para, ciertamente, no volver a entrar en él nunca más. El ambiente es más siniestro que crítico, sobre todo para un don Quijote que se deja llevar, en contra de toda lógica, a diferencia de otras ocasiones, de augurios, cuando oye a un labrador que canta el romance “Mala la hubistes, franceses / en esa de Roncesvalles”. Don Quijote, supersticioso, abandona el pueblo.
Con el episodio de las bodas de Camacho reaparece la cuestión teológica: Basilio protagoniza un ardid que supone acaso algo más que una simple burla de sacramentos como la unción de enfermos o el matrimonio. La idea de la muerte, preludiada momentos antes por el propio Sancho, mientras come cuanto puede en el banquete de bodas, ante un don Quijote que se abstiene de probar bocado, no es casual en el pórtico de esta aventura. El cristianismo, que ha jerarquizado la vida muy cuidadosamente, ha democratizado la muerte. Sancho advierte en este contexto que “bien predica quien bien vive” (II, 20), y que no son necesarias más sutilezas para entenderse, atento a los imperativos del carpe diem.
Conocemos el ardid de Basilio a posteriori. El narrador no lo desvela nunca antes del desenlace de su boda con Quiteria. Basilio, el pobre, finge un suicidio en escena, debido exclusivamente a su propia voluntad e intención[9], para conseguir el matrimonio con Quiteria, la hermosa y solicitada por el rico Camacho. El cura que iba a casar a los unos casa primero a los otros, impartiendo un sacramento —el matrimonio— bajo la coacción de otro sacramento —la confesión—, que habría de preludiar un tercero —la unción de enfermos—, si hubiere tiempo en la dañada salud del suicida: “replicó Basilio que en ninguna manera se confesaría si primero Quiteria no le daba la mano de ser su esposa, que aquel contento le adobaría la voluntad y le daría aliento para confesarse” (II, 21). Por su parte, lo que más sorprende en Quiteria es su silencio, pues “ella, más dura que un mármol y más sesga que una estatua, mostraba que ni sabía ni podía ni quería responder palabra: ni la respondiera si el cura no la dijera que se determinase presto en lo que había de hacer”. Quiteria utilizará la mímica, y así “le pidió la mano por señas, y no por palabras”. Nótese que la imprecación de Basilio está llena de cinismo, desde el momento en que pide a su futura esposa que no le engañe cuando él lo está haciendo de la forma más sofisticada que cabe imaginar: “pues no es razón que en un trance como este me engañes, ni uses de fingimientos con quien tantas verdades ha tratado contigo”. Quiteria enuncia la fórmula de casamiento y ambos confirman el “sí, quiero”. A partir de ese momento Basilio descubre el ardid, negándose todo milagro, y afirmándose la supremacía de la astucia: “¡No milagro, milagro, sino industria, industria!”. Como en la historia del cautivo, es la inteligencia humana (y el dinero), que no la fe, la que permite a los seres humanos conseguir sus objetivos. En la historia de Basilio, la astucia del pobre se sobrepone al poder efectivo del adinerado Camacho. Con todo, el papel de Quiteria no es muy lúcido, pues ha de verse limitada a comportarse de modo que su voluntad se somete siempre a una victoria ajena, primero a la del rico Camacho, finalmente a la del astuto Basilio. Pero desde un punto de vista teológico, la burla y el escarnio son tan palmarios que hasta el propio narrador los objetiva con sus palabras: “el cura y Camacho con todos los más circunstantes se tuvieron por burlados y escarnidos” (II, 21). La novela, y también las palabras de don Quijote, confirman que el fin justifica los medios. No hay que olvidar, además, que Basilio ha irrumpido en la boda de Camacho invocando una ley político-religiosa según la cual Quiteria está prometida a él, por lo que no puede contraer otro matrimonio. Los hechos demuestran la fragilidad de esa “ley”, ya que por sí misma no es efectiva para impedir la unión con Camacho. Basilio necesita ejecutar, es decir, interpretar, su propio “suicidio”. Lo único que logra impedir la boda asignada a Quiteria es un ardid de Basilio que implica una burla contra la religión cristiana y varios de sus sacramentos. Su industria es provocadora y farsante, pero tiene éxito, y por ello triunfa exculpado. Es una forma de burlar la “justicia del poderoso” con la “justicia del astuto”, legalizada esta última gracias a la agudeza del ardid.
Quijote, Cervantes Project, TAMU
Se recordará que en el libro III de La Galatea hay un episodio afín a este, en un contexto genológico más exclusivamente pastoril, pero con distinto y frustrado desenlace. Se trata del episodio de las bodas de Daranio y Silveria (175-181), dado su relativo paralelismo con las bodas de Camacho y Quiteria en el Quijote (II, 20-21). En el curso de estas bodas tiene lugar una representación teatral (182-203), cuyas ideas resultan finalmente interpretadas por Damón (Cervantes, 1585/1996: 204-208). A diferencia de lo que sucederá en el Quijote, en La Galatea el pastor pobre (Mireno / Basilio) no triunfa sobre el rico (Daranio / Camacho)[10]. Con todo, el hecho que más destaca en el episodio de estas bodas no será la impotencia y abatimiento en que queda sumido el pobre de Mireno, sino la representación teatral, rematada por un detenido análisis que llevará a cabo Damón.

Pero lo que más autorizó la fiesta fue ver que, en alzándose las mesas, en el mesmo lugar, con mucha presteza, hicieron un tablado, para efecto de que los cuatro discretos y lastimados pastores, Orompo, Marsilo, Crisio y Orfenio, por honrar las bodas de su amigo Daranio, y por satisfacer el deseo que Tirsi y Damón tenían de escucharles, querían allí en público recitar una égloga que ellos mesmos de la ocasión de sus mesmos dolores habían compuesto. Acomodados, pues, en sus asientos todos los pastores y pastoras que allí estaban, después que la zampoña de Erastro y la lira de Lenio y los otros instrumentos hicieron prestar a los presentes un sosegado y maravilloso silencio, el primero que se mostró en el humilde teatro fue el triste Orompo, con un pellico negro vestido y un cayado de amarillo boj en la mano, el remate del cual era una fea figura de la muerte; venía con hojas de funesto ciprés coronado, insinias todas de la tristeza que en él reinaba por la inmatura muerte de su querida Listea; y, después que con triste semblante los llorosos ojos a una y a otra parte hubo tendido, con muestras de infinito dolor y amargura, rompió el silencio con semejantes razones (Cervantes, 1585/1996: 182).

Lo que tiene lugar a continuación es el recitado, y la interpretación dramatizada, de unas églogas en torno a cuatro ideas objetivas, que habrán de constituirse en materia de reflexión filosófica por parte del pastor Damón: la Muerte, la Ausencia, el Desdén y los Celos. La representación o recitativo discurre como un teatro de palabras, con personajes planos y alegorías paganas, y culmina con la interpretación rigurosamente racionalista que, desde la filosofía neoplatónica, lleva a cabo Damón (204-208): “no [...] dejaré de decir lo que [...] la razón me muestra, antes que aquello a que la pasión me incita” (Cervantes, 1585/1996: 205).
De nuevo en el Quijote, tras la aventura de la cueva de Montesinos, y todavía en compañía del primo que los guía desde el pueblo de Basilio, los protagonistas deciden restaurarse en una ermita, al cuidado de “un ermitaño que dicen ha sido soldado y está en opinión de ser un buen cristiano, y muy discreto, y caritativo además” (II, 24). Tales son las palabras con las que este “primo” lo presenta y califica. La figura del ermitaño, próxima al hombre virtuoso, e incluso de Iglesia, que retirado de la vida civilizada, lleva una existencia penitente y austera, resulta aquí dudosa y deslucida. No solo por no estar donde sería su lugar, la ermita, sino porque en ese su lugar está su barragana, “una sotaermitaño que en la ermita hallaron”. Con anterioridad, el propio don Quijote deja traslucir, muy discretamente, sus dudas acerca de la virtud de tales prototipos humanos: “quiero decir que al rigor y estrecheza de entonces no llegan las penitencias de los [ermitaños] de agora, pero no por esto dejan de ser todos buenos: a lo menos, yo por buenos los juzgo; y cuando todo corra turbio, menos mal hace el hipócrita que se finge bueno que el público pecador” (II, 24).
Pero el golpe de gracia, por así llamarlo, de don Quijote con la Iglesia no está representado ni por un edificio toboseño ni por un ermitaño amancebado y ausente de su ermita, sino en la figura de “un grave eclesiástico”, que bien predica, y bien vive, en la casa ducal donde ahora se hospeda como invitado don Quijote. La escena es violentísima para sus protagonistas, y muy divertida para los ociosos aristócratas, cuyo sistema de valores es misérrimo y su irresponsabilidad máxima.
El narrador presenta a esta especie de capellán ducal de forma muy negativa, y antipática, a través de una anáfora cargante y saturada de defectos. Con todo, muy poco después, el mismo narrador calificará a este personaje, cínicamente, con epítetos positivos, tales como “buen religioso” y “venerable varón”.

La duquesa y el duque salieron a la puerta de la sala a recebirle, y con ellos un grave eclesiástico destos que gobiernan las casas de los príncipes: destos que, como no nacen príncipes, no aciertan a enseñar cómo lo han de ser los que lo son; destos que quieren que la grandeza de los grandes se mida con la estrecheza de sus ánimos; destos que, queriendo mostrar a los que ellos gobiernan a ser limitados, les hacen ser miserables. Destos tales digo que debía de ser el grave religioso que con los duques salió a recebir a don Quijote (II, 31).

El cura, ya en la mesa, “cayó en la cuenta de que aquel debía de ser don Quijote de la Mancha, cuya historia leía el duque de ordinario, y él se lo había reprehendido muchas veces, diciéndole que era disparate leer tales disparates” (II, 31). Muy probablemente, el autor del Quijoteapócrifo, Alonso Fernández de Avellaneda, pensaba del Quijote de 1605 lo mismo que este “grave eclesiástico”. ¿Alguna posible coincidencia entre este personaje y el Quijote espurio? ¿Alguna relación entre este eclesiástico y la autoría del Avellaneda? No lo sabemos. Por el momento[11].
Indirectamente, dirigiéndose al duque, el cura califica a don Quijote de tonto, mentecato, sandio y vacuo. Y ya apelando directamente al ingenioso hidalgo, le suelta lo que ya conocemos:

Y a vos, alma de cántaro, ¿quién os ha encajado en el celebro que sois caballero andante y que vencéis gigantes y prendéis malandrines? Andad enhorabuena, y en tal se os diga: «Volveos a vuestra casa y criad vuestros hijos, si los tenéis, y curad de vuestra hacienda, y dejad de andar vagando por el mundo, papando viento y dando que reír a cuantos os conocen y no conocen». ¿En dónde nora tal habéis vos hallado que hubo ni hay ahora caballeros andantes? ¿Dónde hay gigantes en España, o malandrines en la Mancha, ni Dulcineas encantadas, ni toda la caterva de las simplicidades que de vos se cuentan? (II, 31).

Lo que sabemos es que este “grave eclesiástico”, “buen religioso” y “venerable varón”, censura y condena la lectura del Quijote cervantino, insulta a su personaje nuclear y protagonista, e inmediatamente después, tras oír la respuesta de don Quijote, y confirmar la actitud burlesca de los duques, abandona la novela[12]. No volveremos a verlo ni oírlo nunca más. Pero sus palabras y modos han provocado una incisión profunda en la materia y la forma del relato, que se ve obligado a abandonar tras cuanto ha dicho y hecho. En primer lugar, sabemos que es hombre de Iglesia porque lo ha declarado el narrador, no por ninguna otra cosa. Nada en su discurso induce a pensar en la religión. Nada de religioso hay en sus palabras, como le objetará el propio don Quijote. Tampoco hay nada de Teología. Sin embargo, la respuesta del desairado hidalgo manchego es más decorosa que eficaz. Respetamos a don Quijote, pero sus palabras no gozan de muchas razones. Su discurso se aferra a una objeción que apunta a la base misma de la profesión del eclesiástico: la religión. Don Quijote le reprocha duramente falta de virtud y de religiosidad, y le objeta ante todo la gravedad del insulto inútil y sin causa. Pero don Quijote miente al afirmar, en esta como en otras muchas ocasiones, que él hace bien a todos y daño a ninguno, porque tal aserto es una falacia mayúscula[13]. La autoridad eclesiástica resulta metonímicamente desplazada y segregada de la novela[14]. Nos queda claro que este cura no es colega de Pero Pérez, quien sin duda haría muy buenas migas con el carácter tracista y burlesco de los duques y su coreografía de mayordomos y dueñas. En esta privada corte, ociosa y ridícula, don Quijote y Sancho se convierten en bufones de alto nivel, para mayor gloria de la nobleza aurisecular.
Precisamente en este contexto determinado por el dominio burlesco de los duques, se produce la declaración a Sancho de que “las obras de caridad que se hacen tibia y flojamente no tienen mérito ni valen nada” (II, 36). Bien sabemos, con las indicaciones de los editores a las sucesivas impresiones comentadas de la novela, que la frase fue expurgada en 1616, en la edición de Valencia, y que el cardenal Zaplana dispone que se suprima desde 1632 en todas las ediciones. No volvió a reimprimirse hasta las ediciones de 1839 y 1840 en Barcelona, por Antonio Bergnes[15]. Esta declaración proscrita de la duquesa a Sancho se inscribe en el contexto burlesco de los azotes que el escudero ha de darse, según el imperativo de Merlín —un mayordomo de los duques disfrazado—, para desencantar a Dulcinea. Pero, al margen de bromas, para la Iglesia Católica y Romana lo que cuentan no son las intenciones, sino los resultados. No nos resulte ocioso advertir en este contexto que la Iglesia Católica no es kantiana. El cristianismo católico no es, y aún menos lo es en el siglo XVII, el cristianismo protestante. Las apariencias pueden formar parte de la realidad, pero no son la realidad. No son su esencia. El catolicismo no se basa en una moral de intenciones, sino en una moral de hechos. Lo que importa, pues, son las obras de caridad efectivamente consumadas, al margen de que su ejecución, psicológicamente, sea más o menos firme. Verum est factum. La verdad —como la libertad— está en los hechos, no en la conciencia[16], ni en la imaginación, ni en las intenciones de la una o de la otra. El Catolicismo no negocia con psicologismos ni con éticas intencionales o discursivas, sino con dogmas indiscutibles al servicio de una moral teleológicamente muy bien definida[17].
Haré referencia, antes de concluir este apartado, a la ambigüedad secularizadora que caracteriza en el Quijote la invocación de la idea de Fortuna ¿Destino o libertad? ¿Providencia o Fortuna? ¿Secularización o religiosidad?

Pero la suerte fatal, que, según opinión de los que no tienen lumbre de la verdadera fe, todo lo guía, guisa y compone a su modo, ordenó que Ginés de Pasamonte... (I, 23, adición).

Así transcribe Cervantes su adición al capítulo 23 de la primera parte, en que se relata el robo del asno de Sancho a manos de Ginés de Pasamonte. Sin embargo, por irónico que resulte, en esa “suerte fatal” está basando el narrador todo cuanto sucede en la fábula de la novela y en la causalidad de los hechos.
Esta cuestión, entre la libertad o el destino, y en la que anda por medio la secularización que representa la Fortuna, es muy recurrente en Cervantes. Adviértase el contraste entre dos referencias, una católica y otra gentil, dadas en el mismo enunciado, y puestas en boca del mismo personaje, don Quijote, quien desemboca en una consecuencia secular a partir de una premisa religiosa.

Lo que te sé decir es que no hay fortuna en el mundo, ni las cosas que en él suceden, buenas o malas que sean, vienen acaso, sino por particular providencia de los cielos, y de aquí viene lo que suele decirse: que cada uno es artífice de su ventura (II, 66).

En la primera parte, encerrado en su jaula y de camino a casa, don Quijote había yuxtapuesto las fuerzas de Fortuna y Providencia, anteponiendo el rigor de esta última al “acaso” de la primera.

[…] y aunque ha tan poco que me vi encerrado en una jaula como loco, pienso, por el valor de mi brazo, favoreciéndome el cielo y no me siendo contraria la fortuna, en pocos días verme rey de algún reino, adonde pueda mostrar el agradecimiento y liberalidad que mi pecho encierra (I, 50).

Como se ha dicho, y bien se sabe, es tema recurrente en Cervantes. Y deliberadamente ambiguo, si bien el hecho mismo de jugar a las perspectivas con una cuestión de esta naturaleza es de por sí una discreta provocación. “Cada uno es artífice de su ventura” (II, 66). En La Numancia una afirmación semejante está puesta en boca de Escipión, y apunta inequívocamente al triunfo de una idea deicida de la tragedia, en la que los dioses, ni paganos ni de cualesquiera otras religiones, tienen nada que hacer (Maestro, 2004a): “Cada cual se fabrica su destino / no tiene aquí Fortuna alguna parte” (La Numancia, I, vv. 156-157)[18].
En materia religiosa, del Quijote puede decirse algo muy semejante a lo que con anterioridad he indicado respecto a las Novelas ejemplares (Maestro, 2007). Una y otras obras constituyen la expresión formalmente ortodoxa de un contenido funcionalmente intolerable, por heterodoxo y subversivo, para el dogmático y teológico siglo XVII: constituyen y contienen el triunfo del discurso antropológico frente al discurso teológico. Son el triunfo de lo humano frente a lo divino, son la secularización de todos los valores, son la heterodoxia con piel de cordero, son la libertad frente al determinismo cósmico y en contra de la causalidad teológicamente anunciada, son la desmitificación del miedo y la anulación de la esperanza como cercos que conducen al ser humano a los dominios de la religión, son el triunfo de la razón frente a los disparates de la superstición, son el éxito de las posibilidades humanas en su intervención frente al imperativo de las leyes del honor aurisecular; son la racionalización de la guerra y de la paz; son la dialéctica entre el Cristianismo y el Islam; son la conjugación sofística entre un autor que aporta mordazmente materiales muy conflictivos y un narrador que los presenta formalmente desde el idealismo moral de un mundo satisfecho y feliz; son las ascuas de un Imperio cuya eutaxia y artificios políticos comienzan a resultar insostenibles; son la afirmación de un espacio antropológico unidimensional, en el que el ser humano gestiona, para bien y para mal, todos los movimientos y prolepsis; son la razón humana ridiculizada, cuestionada y delatada por una razón animal antropomórfica; son la disimulación provechosa, son el engaño a los ojos de la moral seiscentista, son el triunfo de la heterodoxia y del deicidio, son la antesala del ateísmo espinosista, son el triunfo del Hombre sobre Dios. Lo mismo cabe decir del Quijote: ni una sola idea metafísica actúa causalmente a través de las ideas corpóreas y operatorias que mueven el universo de la novela. Cervantes construye un discurso literario en el que el Hombre es un Dios para el Hombre y un lobo para Dios. Cervantes, lo he dicho con frecuencia, es, desde su ateísmo, el Spinoza de la literatura española. Homo Deo lupus...

Jesús G. Maestro



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Bibliografía

  • Véase la sección correspondiente AQUÍ.




[1] Cito íntegramente el siguiente texto de Bueno, en el que se advierte sobre los límites de una aceptación acrítica del erasmismo español: “Me limitaré, por brevedad, a un solo ejemplo, el de la interpretación del erasmismo español. La obra de Marcel Bataillon, Erasme et l’Espagne (publicada en Francia en 1937 y traducida al español en 1950) fue seguramente el primer detonante que dio comienzo a esa “erasmomanía” que han padecido y siguen padeciendo muchos historiadores de las letras y de las ideologías españolas. Pero analizando los conceptos que se encubren con el rótulo “erasmismo español” (ya se aplique ese rótulo para definir la obra de Alfonso de Valdés, o para determinar la ideología imperial de Carlos V, o incluso el pensamiento de Cervantes) advertimos que, en la mayor parte de los casos, nos encontramos con un “artefacto” denominativo que, lejos de servir para explicar las cosas, debe ser él mismo explicado como efecto de ese “complejo de inferioridad” de los españoles que creen que solo si un modo de pensar puede ser caracterizado por algún ismo europeo, ese modo de pensar pudo haber existido en España o, por lo menos, pudo haber tenido importancia. Correlativamente, y esta es una situación más sutil, el “complejo de superioridad” de tantos hispanistas extranjeros, “condescendientes”, sin embargo, por simpatía a la consideración de la Historia de España (y este es quizá el caso de Bataillon), puede tener los mismos efectos. Ante todo, hay que subrayar que lo que se entiende por erasmismo no es sino un conjunto de actitudes críticas ante la ideología coetánea (crítica a las supersticiones católicas, al culto a los santos, a las ceremonias litúrgicas, al celibato eclesiástico, a la confesión auricular, a la oración vocal...) que eran compartidas ampliamente por muchos individuos de la época. En España sobre todo como consecuencia de la convivencia de los cristianos con los moros y con los judíos. Eugenio Asensio ya subrayó, hace ya más de cuarenta años, cómo las tradiciones rabínica y cristiana confluyeron en España y prepararon la “reforma espiritual” del siglo XVI; Nicolás López Martínez recuerda cómo en 1474 los prelados y magnates de Castilla señalan, en un documento dirigido a Enrique IV, los males que asolan al Reino y sostienen que uno de ellos era el de que, entre los cortesanos más allegados a su persona, había malos cristianos que “creen é dicen é afirman que otro mundo no haya, si non nacer é morir como bestias”. De este modo, calificar de erasmista (a veces, si es preciso por motivos cronológicos de “pre-erasmista”) a quien pone en duda la confesión auricular, o se burla del celibato eclesiástico, es una simple ridiculez, o una cursilería, según se prefiera. “Erasmismo” dice también “impulso hacia la devotio nova”, hacia la “espiritualidad interior”, en tanto se oponía a la religiosidad externa de las procesiones y de los rosarios; pero esta religiosidad interior (que solo algunos espiritualistas pueden valorar como una actitud más profunda de la que corresponde a la religiosidad externa; solo ellos llaman, además, “espiritualidad” a ese conjunto de fenómenos) no fue sino una moda propia de élites alfabetizadas que, a raíz del auge económico y de los cambios sociales concatenados con él, comenzó a propagarse en algunas ciudades o villas españolas del siglo XVI (Valladolid, Burgos, Logroño...), como un modo muy apropiado a la sazón para distinguirse, sin recaer en los extremos del luteranismo, de la “plebe frumentaria”. La óptica externalista (europeísta) se inclinará a ver sistemáticamente a estas nuevas actitudes “críticas” y “espirituales” (una vez valoradas, además, como más “refinadas” y “modernas”) como un efecto reflejo de la luz erasmiana que, procedente de Europa, lograba filtrarse a través de las mallas de la Inquisición; de manera que todo lo que en la España del Renacimiento tuviera que ver con esta supuesta “espiritualidad nueva” se polarizará en torno a Erasmo. Así, la temática pastoril de Cervantes será aducida como prueba decisiva de su erasmismo (como si no hubiese otras fuentes […]). Pero, aún más, Nebrija, aunque vivió antes de que Erasmo publicase sus libros, en cuanto a restaurador del interés hacia la Antigüedad profana y sagrada, “podrá y deberá ser considerado como un precursor del erasmismo”. Pero, desde una óptica internalista, ¿acaso no habría que tomar en serio, y no solo citando el hecho, la circunstancia de que Nebrija fue discípulo de Pedro Martín de Osma, que había sido condenado en 1478 por una comisión de teólogos por haber negado que la confesión sacramental fuese de institución divina y que los pecados mortales se redimiesen por la sola contrición? Y, ¿acaso Alfonso de Valdés, cuando, en su Diálogo de Lactancio y un orador, hace decir a este (refiriéndose a las esposas de los hombres casados, como Lactancio): “Mantenéislas vosotros y gozamos nosotros de ellas”, tenía necesidad de haberse inspirado en Erasmo? Y, ¿qué tiene que ver el Menosprecio de corte y alabanza de aldea de fray Antonio de Guevara con Erasmo, y no más bien con una tradición clásica, y no precisamente espiritualista (hablar de la “espiritualidad española del siglo XVI” implica ya haber adoptado la ideología clerical que tiende a considerar como secreciones sublimes del ascetismo castellano, y aun del humanismo cristiano, a obras tales como el De vita beata de J. Lucena, hacia 1423), sino incluso epicúrea, la tradición del Beatus ille, regenerada por las circunstancias económicas y políticas de la primera mitad del siglo XVI? Otra cosa es que en los libritos de Erasmo pudieran encontrar esas élites alfabetizadas los tópicos más corrientes que corrían por España expresados en fórmulas útiles no solo para corroborar sus propias ideas, sino, sobre todo, para tomar conocimiento de que ellas estaban siendo compartidas por las élites de otras villas y ciudades. El erasmismo español habría que entenderlo, según esto, y a lo sumo, antes, como una “encuadernación” de ideas comunes que fluían internamente de la sociedad española del siglo XVI, que como una revelación, procedente del exterior y de lo alto, de ideas nuevas y revolucionarias” (Bueno, 1999: 64-66).

[2] La Idea de Razón sostenida por Lutero es bastante simple, sobre todo si nos atenemos a sus propias palabras: “La razón es la mayor de las putas que tiene el diablo” (“Die Vernunft ist die höchste Hure, die der Teufel hat”, Martin Luther, Werk-Ausgabe Bd. 51, s. 126”).

[3] Ha de recordarse que “la Inquisición portuguesa, en 1624, mandó expurgar la frase rasgó una gran tira de las faldas de la camisa, que andaban colgando” (ed. de Rico, vol. I, p. 292, n. 12).

[4] Es imprescindible citar aquí a Molho (2005), y sus trabajos sobre la religión en Cervantes: “El exhibicionismo de don Quijote, indisociable de la regresión moral que es el tema de la burla paródica, prosigue en I, 26 con el episodio del irreverente rosario que el caballero fabrica con sus pañales, es decir, con sus prendas íntimas que han rozado sus vergüenzas. El impúdico rosario de I, 26 no es más que la prosecución de la regresión desacralizante que, más allá de la locura trascendida, suscita, a través de la parodia, una clarividencia deliberadamente crítica” (Molho, 2005: 360).

[5] “Arrojóse encima su mantón de escarlata y púsose en la cabeza una montera de terciopelo verde, guarnecida de pasamanos de plata; colgó el tahelí de sus hombros con su buena y tajadora espada, asió un gran rosario que consigo contino traía, y con gran prosopopeya y contoneo salió a la antesala” (II, 46).

[6] Y sin solución de continuidad, allí mismo Rodaja “vio el mismo aposento y estancia donde se relató la más alta embajada y de más importancia que vieron y no entendieron todos los cielos, y todos los ángeles y todos los moradores de las moradas sempiternas” (Cervantes, 1613/2001: 274). Con estos términos acumulativos, holísticos e hiperbólicos, encabalgados por aliteraciones que denuncian la oquedad de los contenidos referidos, Cervantes, por boca del narrador, designa la supuesta casa en que vivía María cuando recibe del ángel Gabriel el comunicado que anuncia su virginal maternidad. La tradición situaba en Loreto este escenario, cuya potencia numinosa y teoplasmática sería insuperable desde todos los puntos de vista. Del mayor interés son a este respecto los comentarios de Molho: “Ya se sabe que la fama del Santuario de Loreto se debe a la tradición de haber sido trasladada a ese lugar la casa que la Virgen María habitaba en Nazareth y donde el Verbo se hizo carne. La historia de la milagrosa traslación de la casa y santuario en que por tres veces intervienen las cohortes de los ángeles, debió impresionar a Rodaja”. Y el mismo estudioso, añade en nota al pie: “La casa de Nazareth fue trasladada primero a Dalmacia por ministerio de los ángeles en 1291. Tres años más tarde la santa casa pasó misteriosamente el Adriático colocándose cerca de Recanati en Lauretum (1294). A los ocho meses fue trasladada una vez más por ministerio sobrenatural al lugar que actualmente ocupa” (Molho, 2005: 170).

[7] “Apenas hubieron puesto los pies los devotos peregrinos en una de las dos entradas que guían al valle que forman y cierran las altísimas sierras de Guadalupe, cuando, con cada paso que daban, nacían en sus corazones nuevas ocasiones de admirarse, pero allí llegó la admiración a su punto cuando vieron el grande y suntuoso monasterio, cuyas murallas encierran la santísima imagen de la emperadora de los cielos; la santísima imagen, otra vez, que es libertad de los cautivos, lima de sus hierros y alivio de sus pasiones; la santísima imagen que es salud de las enfermedades, consuelo de los afligidos, madre de los huérfanos y reparo de las desgracias. Entraron en su templo, y donde pensaron hallar por sus paredes, pendientes por adorno, las púrpuras de Tiro, los damascos de Siria, los brocados de Milán, hallaron en lugar suyo muletas que dejaron los cojos, ojos de cera que dejaron los ciegos, brazos que colgaron los mancos, mortajas de que se desnudaron los muertos, todos, después de haber caído en el suelo de las miserias, ya vivos, ya sanos, ya libres y ya contentos, merced a la larga misericordia de la madre de las misericordias, que en aquel pequeño lugar hace campear a su benditísimo hijo con el escuadrón de sus infinitas misericordias” (Cervantes, 1617/2002: 471; Persiles, III, 5). Aunque autores tan autorizados como Carlos Romero rechazan una interpretación irónica de esta secuencia (vid. sus notas a este pasaje en su edición crítica), personalmente creo que no es posible comprenderla sin acudir a la ironía. Son partidarios de una lectura irónica de este pasaje Castro (1925: 359) y Blanco (1995: 632-633).

[8] Más adelante volverá a registrarse una alusión profana a las reliquias, en medio de la lucha de esgrima que, de camino a las bodas de Camacho, protagonizan dos estudiantes. La mención será burlesca: “salíale al encuentro un tapaboca de la zapatilla de la espada del licenciado, que en mitad de su furia le detenía y se la hacía besar como si fuera reliquia, aunque no con tanta devoción como las reliquias deben y suelen besarse” (II, 19).
[9] “Se supo que no fue traza comunicada con la hermosa Quiteria el herirse fingidamente, sino industria de Basilio” (II, 22).

[10] “Han podido más con los padres de Silveria las riquezas de Daranio que las habilidades de Mireno” (Cervantes, 1585/1996: 159).

[11] Al igual que Molho, no creo que Cervantes ignorara la existencia del Quijote de Avellaneda hasta el momento de escribir el capítulo 59 de la segunda parte. Cervantes escribe su novela, el Quijote de 1615, y no una novela subordinada a la incisión —y por completo afectada por la interpretación aberrante— que Avellaneda hizo de la primera parte de su Quijote. En palabras de Molho (2005: 507): “Se ha emitido la hipótesis de que es en el momento en que la redacción del Segundo Quijote se acerca a lo que pasará a ser II, 59, cuando Cervantes se entera de la existencia del libro apócrifo, y lo integra luego en el desarrollo narrativo, dando así libre curso a la venganza y a la polémica. Otro es nuestro punto de vista. Nunca se sabrá cuándo y en qué ocasión entró el objeto plagiado en el campo del Segundo Quijote. Con todo, se observará que el encuentro del Otro bajo especie de un personaje apócrifo se sitúa exactamente después de que don Quijote se despide de los Duques, dando así por terminada la burla de más consideración que jamás haya sido realizada en contra de don Quijote y Sancho Panza”.

[12] Se retira reconociendo su impotencia, merced a la necedad de los duques, que quedan en evidencia absoluta: “Quédese Vuestra Excelencia con ellos, que en tanto que estuvieren en casa, me estaré yo en la mía, y me escusaré de reprehender lo que no puedo remediar” (II, 32).

[13] “Mis intenciones siempre las enderezo a buenos fines, que son de hacer bien a todos y mal a ninguno” (II, 32). ¿Confirmaría estas palabras Andrés, azotado por Juan Haldudo; y el barbero al que don Quijote usurpa violentamente el “Yelmo de Mambrino”, por no mencionar todo ese rosario de curas, bachilleres, licenciados, encamisados, disciplinantes y viandantes cualesquiera a los que don Quijote vapulea solo por que no confirma ipso facto lo que les exige?

[14] Sin embargo, la versión secular o laica del reproche del eclesiástico la encontramos en Barcelona, en boca de “un castellano”, el cual impreca a don Quijote, en la ciudad que Cervantes calificó de “archivo de la cortesía”, en los siguientes términos: “¡Válgate el diablo por don Quijote de la Mancha! ¿Cómo que hasta aquí has llegado sin haberte muerto los infinitos palos que tienes a cuestas? Tú eres loco, y si lo fueras a solas y dentro de las puertas de tu locura, fuera menos mal, pero tienes propiedad de volver locos y mentecatos a cuantos te tratan y comunican; si no, mírenlo por estos señores que te acompañan. Vuélvete, mentecato, a tu casa, y mira por tu hacienda, por tu mujer y tus hijos, y déjate destas vaciedades que te carcomen el seso y te desnatan el entendimiento” (II, 62). Rico (2007) ha subrayado en este punto la ascendencia castellana de este personaje, así como de Antonio Moreno, las dos figuras que menos cortésmente tratan a don Quijote en Barcelona. Con todo, el primero de esta serie de tres agresivos reproches lo recibe don Quijote de boca de su sobrina, y a él responde con su exposición de la teoría de los linajes: “y que con todo esto dé en una ceguera tan grande y en una sandez tan conocida, que se dé a entender que es valiente, siendo viejo; que tiene fuerzas, estando enfermo, y que endereza tuertos, estando por la edad agobiado, y, sobre todo, que es caballero, no lo siendo, porque aunque lo puedan ser los hidalgos, no lo son los pobres...” (II, 6). En Barcelona, sin embargo, don Quijote ni siquiera parece haber prestado atención a las palabras del “castellano”.

[15] Cfr. la ed. de Rico (II, 36: vol. I, p. 930, n. 930).

[16] ¿Libertad de conciencia? Ricote mismo prefiere la libertad de hechos, que el Estado español le niega, como el mundo musulmán también, por lo que tiene que quedarse y conformarse con la “libertad de conciencia” que oferta el Protestantismo, para cuyos teólogos la libertad humana no existe como tal, pues todo está predestinado. Así se explica que la libertad protestante sea, solo y exclusivamente, un hecho de conciencia, es decir, una ilusión trascendental. La libertad que no sale de la mente es puro psicologismo. La libertad, o se manifiesta en hechos, esto es, en obras —nada más católico, pues—, o no es sino mística. La libertad de pensar, y sobre todo de decir (lo que se quiera) suplanta en la ética kantiana, como en las sociedades democráticas posmodernas, la libertad de obrar y de actuar. La libertad de pensamiento suele exigirla quien tiene pensamiento original y casi siempre heterodoxo, un pensamiento que requiere más amplitud de lo que las normas vigentes ofrecen, así como la libertad de palabra suelen usarla ante todo los charlatanes (especialmente en nuestro tiempo, Premios Nobel incluidos), y la libertad de obra, es decir, de acción, la exigen quienes tienen algo racional que hacer.

[17] La moral kantiana, que exalta el contenido psicológico de máximas como la del imperativo categórico, está en los antípodas de esta teleología, que atiende ante todo a las consecuencias de su aplicación. Para Kant, la bondad está esencialmente en la intención de la acción humana, al margen incluso de sus consecuencias. Algo así reduce la moral a una mera declaración psicológica de intenciones. Es uno de los ideales que conducen al fiat iustitia pereat mundus. Como traduce la neo-post-kantiana Adela Cortina, “lo esencialmente bueno de la acción consiste en la intención que a ella se lleva, sea el éxito el que fuere” (Kant, 1797, IV, apud Cortina, 1989: IV, 416). Lejos está don Quijote de la moral kantiana —y protestante—, cuando afirma que “el agradecimiento que solo consiste en el deseo es cosa muerta, como es muerta la fe sin obras” (I, 50).

[18] Faber est suae quisque fortunae es tema común en la tradición clásica, y muy parafraseado por Cervantes en casi todas sus obras. El origen de la sentencia se atribuye a Claudio Apio el Ciego, y su difusión se produce a través de una epístola del Pseudo Salustio, como recogen la mayor parte de los editores del Quijote (Rico, vol. I, pág. 1168, n. 6). A este propósito, el narrador del Persiles tiende a introducir consideraciones o reflexiones de tipo moral que, en más de una ocasión, entran en conflicto o discuten declaraciones enunciadas por el propio Cervantes en obras literarias anteriores. Es lo que sucede, por ejemplo, cuando habla de la vida como un destino fijado previamente por la Fortuna. Escribe Avalle-Arce, a este respecto, que “a la diosa Fortuna le queda muy poco de pagana (pronto dirá Calderón: No hay más fortuna que Dios), se ha convertido, en general, en instrumento de la Providencia cristiana” (apud Romero, 2002: 163, n. 13). En el caso de Cervantes, especialmente en el Persiles, la cristianización de la Fortuna no resulta ni tan clara ni mucho menos tan uniforme. Son varias las referencias a este motivo (I, 5: 163; II, 5: 308; y IV, 1: 629), y con frecuencia diferentes entre sí, según hable uno u otro personaje, o el propio narrador, quien también se toma bastantes libertades según la perspectiva en que se sitúe. Así, cuando Antonio el bárbaro cuenta su vida, dice “pero esta que llaman fortuna, que yo no sé lo que sea” (I, 5: 163). Justo lo contrario se declara en La Numancia: “Cada cual se fabrica su destino, / no tiene aquí Fortuna alguna parte: / la pereza fortuna baja cría...” (I, 157-159). Con el mismo sentido, Periandro lo reitera en el luengo relato de su viaje: “La baja fortuna jamás se enmendó con la ociosidad ni con la pereza; en los ánimos encogidos nunca tuvo lugar la buena dicha; nosotros mismos nos fabricamos nuestra ventura, y no hay alma que no sea capaz de levantarse a su asiento” (II, 12: 360). Y con anterioridad, Clodio lo esgrime ante Rutilio como un reproche a Arnaldo: “¿Qué hace aquí este Arnaldo […], lamentándose amargamente de la fortuna que él mismo se fabrica?” (II, 5: 308). Con ciertas contradicciones respecto a la fábula y la teleología de La Numanciael Cervantes del Persiles pone en boca de Periandro, en el relato de su viaje, la siguiente afirmación: “Les dije que la mayor cobardía del mundo era el matarse, porque el homicida de sí mismo es señal que le falta el ánimo para sufrir los males que teme” (II, 13: 366). El heroísmo de los numantinos consiste precisamente en su valor para suicidarse como pueblo, en un acto que la muerte de Bariato confirma de forma individual (Maestro, 2000). Un suicidio que, a cambio de la fama terrenal, a modo de consolación post mortem, solo conduce a la nada metafísica.


FUENTE:
http://jesus-g-maestro.blogspot.com/2015/05/lo-teologico-en-el-quijote.html

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