Arqueología del “fascismo”
JUEVES, 11 DE FEBRERO DE 2016
Arqueología del “fascismo”
JESÚS J. SEBASTIÁN:
El fascismo pertenece al ámbito de la “arqueología de las ideas”. El fascismo fue derrotado en el campo de batalla de las armas, no –desde luego– en el de las ideas. Sin embargo, el término “fascismo”, más que una expresión limitada al ámbito de la historia política, parece tratarse de una palabra mucho más apta para la “diatriba política”, cargada de connotaciones negativas y de una fuerza expresiva claramente descalificadora que no acepta un análisis sereno y objetivo.
JESÚS J. SEBASTIÁN
Para comenzar, diré que el estudio del fascismo, tanto desde un punto de vista histórico como ideológico, pertenece al ámbito de la arqueología de las ideas. El fascismo fue derrotado en el campo de batalla de las armas, no –desde luego– en el de las ideas. Pero sus restos grupusculares, cualesquiera que sean los nombres que adopten con el término nacional convertido en prefijo, o con las numerosas y genéricas “posdenominaciones” revolucionarias, identitarias, populistas, europeístas, comunitaristas, etc., no tienen ni la legitimidad ni la capacidad –y mucho menos, la osadía (o la valentía, según se mire)– para autocalificarse de “fascistas”. Se podía ser “fascista” en las décadas de los 20 y los 30 del siglo pasado, o incluso, “neofascista” en las décadas de los 50 y los 60, pero ¿qué queda realmente del fascismo en la actualidad? El fascismo, como ideología –me refiero alfascismo auténtico–, ha muerto… (¿El fascismo ha muerto? ¡Viva la muerte!) y sólo puede ser reanimado como un zombie. O ser reinventado bajo otros nombres y otras sensibilidades. Y su estudio, por supuesto, debe quedar reservado a la “historia de las ideas políticas”. Todo aquel que no admita esta evidencia que no siga leyendo este opúsculo.
El término “fascismo”, más que una expresión limitada al ámbito de la historia política, parece tratarse de una palabra mucho más apta para la “diatriba política”, cargada de connotaciones negativas y de una fuerza expresiva claramente descalificadora que no acepta un análisis sereno y objetivo. Para una inmensa mayoría, el “fascismo” no es digno de estudio. Se trata de un arma dialéctica para descalificar, deslegitimar e incapacitar –política y moralmente– al adversario ideológico, sea éste fascista (lo cual es improbable) o cualquier otra cosa. No estamos, pues, ante un fenómeno histórico digno de estudio, sino de un accidente monstruoso y pecaminoso, espejo de la contrahumanidad y ejemplo de lasobrehumanidad más despreciable.
Sin embargo, nadie con un mínimo de información, sentido común o histórico, asumiría que el comunismo es un fenómeno sin ideología, un episodio incidental e irrelevante, cuya mención anula automáticamente la “condición humana” de quien así se califica o a quien así se descalifica. Sabemos perfectamente que esto no sucede. Entonces, ¿por qué no proceder de manera análoga cuando tratamos del fascismo? Porque reconocerle al fascismo una dimensión teórica supondría admitir la existencia de un fenómeno que movilizó a millones de hombres y mujeres de la época para combatir a las ideologías dominantes y presentarse, frente a ellas, como la auténtica alternativa. Esto mismo se concede al comunismo, a pesar de que sabemos que las consecuencias de su violencia brutal fueron mucho más nefastas que las del fascismo, si excluimos de éste al nacionalsocialismo, que según parece, bajo la forma del hitlerismo, fue un fenómeno al margen (en los mismos límites de una humanidad aprehensible), sólo comparable con el estalinismo. Y con razón, conceder todo esto al fascismo implica asumir la certeza de ser acusado sin ninguna posibilidad de defensa ni turno de réplica.
Alain de Benoist escribe que «el siglo XX ha sido sin duda el siglo de los fascismos y de los comunismos. El fascismo nació de la guerra y murió en la guerra. El comunismo nació de una explosión política y social y murió de una implosión política y social. No pudo haber fascismo sino en un estadio dado del proceso de modernización y de industrialización, estadio que pertenece hoy al pasado, al menos en los países de Europa occidental. El tiempo del fascismo y del comunismo está acabado. En Europa occidental todo “fascismo” no puede ser hoy sino una parodia. Y lo mismo ocurre con el “antifascismo” residual, que responde a este fantasma con palabras todavía más anacrónicas. Es porque el tiempo de los fascismos ha pasado, que hoy es posible hablar de él sin indignación moral ni complacencia nostálgica».
Desde luego, la cuestión del fascismo (y sus numerosos problemas de análisis) ha sido abordada, como fenómeno singularizado y autónomo, por una serie de pensadores, historiadores y filósofos, todos de gran talla intelectual, pero excesivamente condicionados por sus particulares orientaciones, tanto ideológicas como metodológicas: Ernst Nolte, Renzo de Felice, George L. Mosse, Emilio Gentile, James A. Gregor, Stanley Payne, Roger Griffin, Zeev Sternhell. Un ejemplo paradigmático lo encontramos en el Dictionaire historique des fascismes et du nazisme. Ante la imposibilidad de contar con una definición “universalmente admitida de fascismo”, circunstancia que Serge Bernstein y Pierre Milza juzgan de “una evidencia ante la cual hay que rendirse”, se concluye que toda obra de referencia dedicada al fascismo debería evitar el establecimiento de “verdades dogmáticas” sobre una cuestión objeto de hondas polémicas intelectuales. Entonces, el problema es que, en lugar de esas “verdades dogmáticas”, muchos de estos intelectuales se resignan a la exposición de puntos de vista inevitablemente personales o, en el mejor de los casos, “opciones de análisis” que, comportando una inevitable dosis de subjetividad, coinciden básicamente con las opiniones mayoritarias del “sistema”.
Entonces, ¿cómo ofrecer una explicación al surgimiento del fascismo sin caer en trivialidades ni experimentos coyunturales? Erwin Robertson lo explica. Se debe comprender al fascismo, primero, como un fenómeno político y cultural. Es, de partida, un rechazo de la mentalidad liberal, democrática y marxista; rechazo de la visión mecanicista y utilitarista de la sociedad. Pero expresa también “la voluntad de ver la instauración de una civilización heroica sobre las ruinas de una civilización materialista. El fascismo quiere moldear un hombre nuevo, activista y dinámico”. No obstante presentar esta vertiente tradicionalista, este movimiento contiene, en su origen, un carácter moderno muy pronunciado, como lo demuestra su estética futurista, reclamo de la juventud frente a la burguesía. El elitismo, en el sentido de una aristocracia no definida por su categoría social o económica, sino por un estado del espíritu, es otro componente atractivo. El mito, como clave de interpretación del mundo; el corporativismo, como ideal social que otorga a la mayoría del pueblo el sentimiento de nuevas oportunidades de ascenso y de participación, constituyen también parte del secreto del fascismo, porque el fascismo reduce los problemas económicos y sociales a cuestiones, ante todo, de orden psicológico. Y, sobre todo, “servir a la colectividad formando un solo cuerpo orgánico”, identificando los propios intereses con los de la patria, comulgando, en un mismo culto, los valores heroicos y revolucionarios frente a los contravalores de la burguesía demoliberal. Es por todo esto que el estilo político y cultural desempeña un papel tan esencial en el fascismo.
Resulta curioso, entonces, que un pensador con orígenes conocidos (y reconocidos) en el ámbito de la derecha radical francesa, como Alain de Benoist, defina el “fascismo” de una forma demasiado simple, como si quisiera evitar la cuestión, pasando página inmediatamente: «Se han propuesto innumerables definiciones del fascismo. La más simple es todavía la mejor: el fascismo es una forma política revolucionaria, caracterizada por la fusión de tres elementos principales: un nacionalismo de tipo jacobino, un socialismo no democrático y el llamado autoritario a la movilización de las masas. En tanto que ideología, el fascismo nace de una reorientación del socialismo en un sentido hostil al materialismo y al internacionalismo».
Sin embargo, a setenta años de la “derrota del fascismo”, algo parece estar cambiando. En primer lugar, el fascismo, en la interpretación de Zeev Sternhell, no es ninguna anomalía histórica, ni una infección vírica, ni resultado de la crisis subsiguiente a la guerra de 1914-1918, ni siquiera fruto del patriotismo de los excombatientes, ni una reacción contra el marxismo, ni una palingenesia de regeneración antiilustrada, ni una perversa locura irracional, ni una invasión alienígena. El fascismo es un fenómeno político y cultural que goza de plena autonomía intelectual; es decir, que puede ser estudiado en sí mismo, no como producto de otra cosa o epifenómeno. El fascismo era un proyecto ideológico inconformista, vanguardista y revolucionario, una fuerza rupturista capaz de arremeter contra el orden establecido y de competir eficazmente con el marxismo y el liberalismo, tanto en el orden intelectual como en el popular.
Por cierto, que Sternhell ya advierte de la necesidad de distinguir el fascismo del nacionalsocialismo. Con todos los aspectos que pudieran tener en común, la clave está en el determinismo biológico de este último: un marxista o un liberal podían convertirse al nazismo, siempre que fueran calificados como “arios”, pero no así un judío, un eslavo o un mediterráneo. El fascismo, como tal, nació en Francia, extendiéndose principalmente a otros países europeos, como Italia, España, Bélgica, Austria, Rumania, Grecia, Yugoslavia, y también, por supuesto, a Alemania, en la que, sin embargo, no dará lugar al nacimiento del nacionalsocialismo, que ya llevaba mucho tiempo gestándose, pero de forma paralela y tangencial al fascismo: el nacionalsocialismo se apropió de la simbología del fascismo para imponer una visión biopolítica y geopolítica propiamente “germánica”, que nada tenía que ver con la dimensión nacional-europea y social-popular del fascismo. No negaremos que en su origen, el nazismo tenía ciertamente algo de fascismo, pero ese “algo” desapareció con el liderazgo hitleriano: a partir de la encarnación –y de la asunción– de la führung en Adolf Hitler, el nacionalsocialismo experimenta un intenso proceso de “desfascistización”, incorporando elementos, cada vez más determinantes, racistas, nordicistas, esoteristas, biologistas, pangermanistas, que provocaron la ruptura ideológica con el fascismo europeo, si es que alguna vez habían yacido juntos. Se trata de un tema de discusión eterna: si el fascismo italiano y el nacionalsocialismo alemán son cosas totalmente diferentes –ésta es la tesis de De Felice–, o bien si el nacionalsocialismo es una especie dentro del fascismo genérico –tesis de Payne y Nolte–, o bien una posición intermedia que hace del nacionalsocialismo un “derivado alemán” del fascismo, pero que los separa con el corte del racismo y del antisemitismo –opinión de Sternhell.
Entonces, ¿en qué se diferenciaban el fascismo y el nacionalsocialismo? Dejando aparte toda la simbología mística y paramilitar (algo que, por otra parte, también era compartido por el comunismo soviético), la diferencia principal y esencial era la “cuestión racial”. El eje del fascismo –su mito fundacional– es la “nación” (en el sentido de comunidad del pueblo, sin distinción de clases ni de razas), mientras que el del nazismo es la “raza” (el determinismo biológico del patrón ario) y el del comunismo la “clase” (la alienada y explotada clase obrera). Hubo muchos judíos italianos, obreros o burgueses, que comulgaron con el fascismo, mientras sus correligionarios germanos o eslavos iban camino del campo de concentración. Y en fin, también podríamos decir, para cerrar el círculo del mal, que el eje fundamental del liberalismo es el “individuo” (pero no como “persona”, sino como mercancía intercambiable y traducible a dinero). En definitiva, que el fascismo no fue sino un fenómeno europeo que implicaba la síntesis entre el nacionalismo más extremo y el socialismo más popular (no-marxista, sino precisamente fruto de la revisión del marxismo). Sorel no es Heidegger, ni Maurras es Spengler, ni Valois es Rosenberg, ni Mussolini es Hitler. ¿Sirve todo esto para separar el fascismo del nacionalsocialismo y hacer de éste algo singular pero accidental, sin parangón en la historia de las ideas? Por supuesto.
Y para ir entrando en la cuestión, diremos que, desde luego, como en todos los países europeos, existió un “fascismo alemán”, con sus peculiaridades germánicas, desde luego, pero fácilmente reconocible. Su nombre, poco acertado pero aceptado de forma unánime: la Revolución Conservadora alemana. Y es que, tanto el movimiento de esa “revolución conservadora alemana”, como los no-conformistas, o los partidarios de las escuelas (o círculos) proudhoniana y soreliana (a Sorel se lo rifan tanto los marxistas como los fascistas, y también los neoderechistas, que niegan ambas filiaciones), fueron movimientos alternativos (y contrarios) a las dos ideologías dominantes entonces, el liberalismo y el comunismo. Por esa razón, y por otras que veremos a continuación, estos movimientos fueron “prefascistas” o decididamente “fascistas”. Todo lo contrario que el nacionalsocialismo, que no puede ser calificado de “fascista”, salvo por un neoliberalismo y un neomarxismo que han hecho del “antifascismo” una de sus señas de identidad, y que igual pueden calificar de “fascista” al nazismo, que al estalinismo, al franquismo, al peronismo o al bolivarianismo. Para la izquierda radical, incluso, el capitalismo y el conservadurismo son los “rostros amables” del fascismo, y éste no sería sino un fenómeno provocado por el “gran capital” para enfrentarse al marxismo. Se trata de la culminación de la reductio ad hitlerum de Leo Strauss o de la ley de analogía nazi de Mike Godwin: todo el que no está a favor de la ideología dominante (el liberal-capitalismo) o acomodado en ella (el postmarxismo) es (des)calificado como “fascista”.
Sigamos. El pluriverso de la Revolución Conservadora en Alemania fue, efectivamente, la “principal” fuerza ideológica de oposición a la República de Weimar, pero también fue la “única” oposición interna a la Alemania de Hitler. Quizás revolucionario-conservadores y nacionalsocialistas (vulgo “hitleristas”) tuvieran en común su antidemocratismo, su irracionalismo, su vitalismo, su espiritualismo, todas ellas, y más aún, manifestaciones de una reacción contra la modernidad. Pero la mayoría de los revolucionario-conservadores, fueran jóvenes-conservadores, anarco-conservadores, nacional-populistas (nunca he encontrado la traducción de völkisch), nacional-bolcheviques, etc., acabaron ejecutados, torturados, sobornados, silenciados o en el llamado “exilio interior”. Por eso Louis Dupeux se refiere a ellos como “prefascismo intelectual”. Todos no, exclamarán algunos, porque Heidegger y Schmitt colaboraron en la justificación filosófica y jurídica del III Reich, pero, lamentando contradecir a Armin Mohler, ni Heidegger ni Schmitt (un reconocido antinietzscheano y ultracatólico) son clasificables dentro de la Revolución Conservadora, por razones tan obvias (empezando por su “autoexclusión”) que no vamos a discutir. Y para retomar la “clave racial” tendremos que concluir que, si bien los revolucionario-conservadores eran mayoritariamente pangermanistas, muy poco europeístas y nada universalistas, las manifestaciones expresas relativas al racismo ario o al antijudaísmo fueron escasas e irrelevantes, y casi siempre –en su práctica inexistencia– motivadas por el “clima de la época”. No hay mayor prueba de estas afirmaciones que comprobar cómo los que, en la actualidad, se autocalifican de nacionalsocialistas, desprecian y rechazan a todos los “autores fascistas” de la Revolución Conservadora alemana.
Y es aquí donde encontramos la gran contradicción. Mientras que para los liberales y ciertos autores marxistas, por ejemplo, los revolucionario-conservadores no fueron sino unos “fascistas elitistas”, y los sorelianos, (marxistas revisionistas y sindicalistas revolucionarios) y los no-conformistas (extensible también a personalistas y distributistas) unos traidores “prefascistas”, los herederos de la derecha radical europea, que precisamente los tienen como precursores de su arsenal ideológico, niegan constantemente su carácter “fascista”, como si ello les dotase de cierto aire de legitimidad; en suma, entran en el juego del “antifascismo” buscando una “desdiabolización” que acredite su respetabilidad política e ideológica. Claro, un “antifascismo” sin “fascistas” parece complicado. Muerto el perro, se acabó la rabia.
Hay que reconocer, no obstante, que esta tesis es muy controvertida y tremendamente polémica. Pero para ello está concebida: como un debate dialógico y polemológico. Pongamos un ejemplo. La Nueva Derecha –inmersa en una estrategia divagante que proclama el fin de la dicotomía izquierda/derecha pero que se sitúa en un espacio ubicado tanto en la derecha como en la izquierda– reconoce entre sus fuentes ideológicas, casi como precursores, a los sorelianos franceses e italianos (luego sindicalistas-revolucionarios), a los no-conformistas franceses y a los revolucionarios-conservadores alemanes. ¿Estamos, tal vez, ante una huida del eslogan “ni de derecha ni de izquierda”, tan idiosincrático de los movimientos fascistas y que hoy han hecho suyo formaciones, tanto de la derecha como de la izquierda radicales, en la línea del lepenismo, del podemismo y sus imitaciones? Reconocer que los primeros constituyeron un “prefascismo” y que los últimos formaban parte de un singular “fascismo alemán”, convertiría ipso facto, a los neoderechistas europeos, en una especie de sucursal de un renovado “neofascismo”.
De hecho, esta Nueva Derecha busca incesantemente una síntesis entre contrarios que la convierten en un oxímoron inclasificable, incluso misterioso. Su líder intelectual, Alain de Benoist, partiendo de la convergencia de unos valores de derecha y unas ideas de izquierda, va dando, cada cierto tiempo, bruscos giros ideológicos que suponen, ciertamente, una profundización en las segundas en detrimento de los primeros. Sucedía lo mismo con las grandes y derrotadas ideologías del siglo pasado: los contornos entre los límites del fascismo y del bolchevismo son difusos, a veces incluso, demasiado difusos. Por eso, y aquí tengo que discrepar de Alain de Benoist, niegan el carácter prefascista, parafascista o decididamente fascista de estos movimientos ideológicos. Negando lo evidente, se pretende exculpar a la Nueva Derecha de cualquier continuidad o contigüidad con el fascismo, liberándola así de un lastre intelectual y proporcionando un certificado de buena conducta académica frente a sus detractores. Con ello, no estamos insinuando que la Nueva Derecha sea heredera directa del fascismo, sólo que, en sus orígenes, ciertos elementos y autores fascistas tuvieron gran importancia en la formación de su cosmovisión ideológica, circunstancia que, no obstante, comparten con otras varias influencias de corrientes socialistas, situacionistas, antiutilitaristas, populistas, comunitaristas, etc., y que no pueden elevarse, en ningún caso, a la categoría de esenciales o fundadoras de su pensamiento. Y esto lo dice –y lo reconoce– alguien que cree pertenecer a esa formidable e irrepetible escuela de pensamiento conocida como Nueva Derecha: no podemos renunciar constantemente a ciertos orígenes ideológicos, sólo con la finalidad de evitar el riesgo de una acusación ignominiosa y a cambio de un reconocimiento público que nunca hemos necesitado. No buscamos el éxito, sólo la verdad.
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